Tenía catorce
años cuando creí que había comprendido todos los misterios de la vida adulta.
Un día menos pensado cuando jugaba aún entre ser niña y mujer, un espécimen muy
macho declarándome su amor me dijo secretamente: ¿acaso un hombre casado no puede enamorarse de nuevo? Si me das tu amor
iremos lejos y seremos muy felices. La prueba de amor lo guardarás como un
secreto entre tú y yo; mañana a las nueve nos encontramos en la estación del
tren que va a Buenos Aires.
Creía estar
enamorada y mi cuerpo me urgía dejar las cosas de niña; la inocencia, la
virginidad y los primeros ardores de la pasión eran perfectamente compatibles
para mí. No había consejero más sabio que escuchar el palpitar del corazón que
te llena de ilusiones el alma. Quise crecer a mi manera y guardando íntimamente
mi secreto pasé una de las peores noches de mi vida. A la mañana cuando me
desperté, reuní fuerzas y puse un par de ropas en la mochila y salí corriendo
hacia la Estación.
Cuando cerré el
portón de mi casa miré sigilosamente a ambos lados y el chusma de mi vecino Don
Felipe, me dice: ¿a dónde vas nena con esa cara de ovejita espantada? El miedo que teñía de palidez cada centímetro
de mi piel me hizo delatar. “Voy a Buenos
Aires”, le dije con una voz temblorosa.
Estaba sentada en
el tren y ensimismada miraba mi pequeño reloj sintiendo la agonía del
desconcierto. La espera se hizo tediosa y sólo deseaba que la mano poderosa de
Dios me detuviera. Cerré mis ojos y abracé fuerte mi mochila como el único
bagaje de mi destino hacia el abismo. El silbido del tren me sobresaltó, alcé
los ojos y me vi acorralada como una oveja ante sus esquiladores; mi madre, mi
padre y un policía colocando las esposas a Donald.