Años atrás, cuando era estudiante y pasante
de enfermería me interné horas y meses en hospitales, aprendiendo y ayudando a los
médicos a “abrir el melón”. Así se referían a la rutina de hacer cirugías; sea
de la cabeza, de la caja torácica u otras partes menos complicadas del cuerpo
humano.
Luego, durante diez años acompañé esa
profesión tan loable y tan pragmática a la vez que te deja una secuela casi extremada
de la práctica de la asepsis y la esterilización de las cosas. Todo lo que vi y
aprendí en ese tiempo es impagable, siempre tan incomprensible y tan lleno de
misterio como es el cuerpo; su vida, su complejidad, su dinamismo, su
precisión, su energía, su sensibilidad, su poderosa fuerza para regenerarse y
también la fragilidad ante el dolor, la putrefacción y la muerte…
Y después de haber visto tantos cuerpos regenerados
y sanados y otros tantos, desnudos, arrugados, amputados, teñidos con yodo y adornados
con suturas descalabradas como si se tratase de un viejo saco de arpillera, di
una vuelta atrás y me hice aprendiz de educadora de niños con los hijos que
Donald trajo a nuestra casa, cosa que resultó más complicado que abrir melones.