Ayer caminé por la cornisa de la vida.
Me vestí de harapos y cambié mi aspecto, el de siempre. Me tomé un tren veloz para llegar cuanto antes a donde no tenia citas ni tiempo ni precisiones de nada ni destino.
Me senté en posición sukasana cerca de la
puerta principal del templo san Valentino. Adentro estaba Dios reconstruyendo
la torre de Babel. Afuera, un fluir de gente piadosa oscilaba indiferente a mi
extraña e inusual presencia. Me vestí de harapos y cambié mi aspecto, el de siempre. Me tomé un tren veloz para llegar cuanto antes a donde no tenia citas ni tiempo ni precisiones de nada ni destino.
De las 632 personas que pasaron sólo 27 fijaron la mirada en mí y al cabo de cuatro horas bajo el sol candente de verano, una niña de unos siete años, al pasar me entregó una pequeña bolsa de papel que contenía un panino de jamón y queso. Le agradecí con una cálida sonrisa y se retiró, no antes de escudriñarme, compasivamente, el rostro y el vestido. Noté que la madre apresuró sus pasos para alejarse lo más pronto posible del lugar.
Cuando regresé a casa, al abrir la puerta, sentí que alguien me cedió el paso. Intuí que era él; uno de los 27 que fijó su mirada en mi, reconociéndome.
Eres tú! le dije, muy segura.
Cuando me abrazó sentí que mi cuerpo se evaporó y los andrajos quedaron sobre el piso reluciente.