El
pretendiente de mi tía Irene era un policía
y cada tanto iba a visitarla cuando
ella
se encontraba en nuestra casa.
Él impecablemente vestido con su uniforme
color caqui, sus dos estrellas al hombro,
una en el birrete y un arma de fuego
enfundado en cuero negro al costado
como un adorno de mal gusto.
Yo
era aún muy niña y no sabía que aquellas visitas eran cortejos de amores,
por
eso, cada vez que lo veía llegar
una angustia insospechada se apoderaba de mí
ante el temor de ir todos a la cárcel.
Ante tal amenaza me metía bajo la cama a
llorar con lágrimas a cántaros.
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